sábado, 4 de enero de 2014

Un ángel en la mirilla de la puerta

La oscuridad de la noche me dio ojos negros,
y yo los utilizo para buscar la luz. (Gu Cheng)

De entre todos aquellos visionarios, profetas, clarividentes, iluminados, hierofantes y mistagogos que ocupan las apretadas páginas de la Historia de la Poesía, dos en particular merecen nuestra atención: el que se convirtió en vidente renunciando a esta vida para buscar otra más elevada y el que buscó esa otra existencia pero sin salir en ningún momento de esta.

El primero se llamaba Jean-Nicholas Arthur Rimbaud; el segundo, Jacques Vaché. Del poeta de Charleville no es necesario extenderse, y mucho menos dedicarle un artículo al completo: de una manera u otra siempre estamos hablando de él. Sí merece, en cambio, que a Jacques Vaché le sea dedicada toda una exégesis. Exégesis metafísica, podría decirse, puesto que todo estudio exhaustivo de una obra presupone la existencia previa de la obra, y este no es el caso.

Por muchas razones, al genio Jacques Vaché corresponde relacionarme con otra figura no menos metafísica y en muchos sentidos opuesta: la de Sócrates. Opuesta, es cierto, pero paralela por imposible que parezca.

Como el filósofo griego, Vaché fue el iniciador de toda una corriente de pensamiento (paradójicamente opuesta a la suya) y, para nuestra desdicha, no dejó una obra escrita. Lo único que dejó fueron cartas, feroces algunas, lúcidas la mayoría, pero que no sirven en absoluto para esclarecer el misterio de lo que este hombre singular tenía en la cabeza. Muy pocos o tal vez solo los más selectos conocen su vida, su mayor creación. Algunos pocos aficionados a las rarezas literarias lo recordarán acaso por ser el nombre que aparece en la dedicatoria de "Los campos magnéticos", esa obra cumbre del surrealismo que termina con estas tres firmes palabras: Fin de todo. Según Louis Aragón, decir esto también equivaldría a decir "principio de todo", puesto que todo fin incluye y supone un inicio.


Este era el hombre del que estamos hablando. Un genio, un loco, un perturbado, un poeta, quién sabe, pero ante todo el tipo de persona que nos interesa en este blog: alguien que no se conformaba, alguien que atacó las bases de la sociedad burguesa aun a riesgo de ser expulsado de las élites, un hombre cuya historia está muy ligada a otro, cuya historia también tendrá cabida en estas páginas.

A princpios de la Primera Guerra Mundial, un joven André Breton trabajaba en un hospital francés que trataba a los heridos de guerra. Breton estaba allí trabajando como enfermero (André Breton había estudiado medicina, cosa que hoy día sigue causando perplejidad entre sus lectores). En ese hospital puede decirse que surgió el surrealismo, la vanguardia histórica más importante o, por lo menos, la más influyente.

Dos fueron los pacientes de aquel hospital que más admiraron al joven Breton: un hombre, que había sido internado con neurosis de guerra y que había perdido la cabeza por los horrores de la batalla. Este hombre había desarrollado en su cabeza la paranoia de que aquella guerra no era más que un gran juego, que todo era de mentiras y que los cadáveres eran muñecos dispuestos por los participantes. Este hombre vagó durante mucho tiempo por las trincheras, los militares ni siquiera trataban de dispararlo. Pronto lo trasladaron al hospital en que trabajaba Breton, y allí fue donde conoció su historia y la de tantos como él, que habían perdido la cabeza debido a la guerra. Esta forma de inventar un mundo y de ser infinitamente coherente con él, aun despojando al usual de sus credenciales, inspiró profundamente a Breton, y tal vez ahí pueda señalarse el germen de lo que luego sería la teoría del surrealismo, ese "automatismo psíquico puro", como él mismo lo describiría en 1924.

Pero si ese fue el origen de la teoría surrealista, la práctica surrealista tuvo otro artífice bien distinto: Jacques Vaché. Cuando este hombre extraordinario ingresó en el hospital bajo el cuidado de Breton, no lo hizo porque hubiera perdido la cabeza o desvariara: su cabeza funcionaba muy bien; mucho mejor, de hecho, que la de la mayoría de los mortales. El curioso carácter de Vaché fascinó desde un principio a Breton. Vaché pasó allí una temporada, hasta que se curó su pierna herida en la guerra. Pero, mientras tanto, Breton aprendió de su raro instinto todo lo que después la aventura surrealista habría de poner el juego. Vaché tenía un cínico sentido del humor, era sombrío y nihilista, pero era infinitamente lúcido, extrañamente brillante: sus ideas impactaron enormemente a un Breton que aun no sabía nada de poetas y de esa otra vida de la que hablaba Rimbaud.

La divergencia principal, según se suele decir, es que esa verdadera vida de la que hablaba Rimbaud, él la consiguió de un modo muy distinto a como lo hizo -trató de hacerlo, no nos engañemos- el poeta de Charleville. Rimbaud se evadió, se fugó, marchó de esta vida en busca de la otra; Vaché se quedó, pero se quedó de una forma tan perversa y genial que puede decirse que halló la otra vida en esta.

Eso es lo que se suele decir. Aquí están las mentiras: ninguno de los dos consiguió, para empezar, llegar a esa "verdadera vida". Para intentarlo, primero hay que concretar qué es exactamente esa "verdadera vida" de la que hablaba Rimbaud. La vida de los genios, de los poetas, de los que no están picados por el mosquito de la convención, de la sociedad, de la civilización; de acuerdo, hasta ahí sí... ¿pero qué más? ¿Cómo puede concretarse la búsqueda de algo que nadie ha encontrado jamás? Es análogo al poetizar mismo: se busca algo (la verdad, la emoción, la belleza, yo qué sé), pero se va creando a la medida que se busca, puesto que es desde el principio una búsqueda sin final, como quien intenta encontrar el Santo Graal, o la Atlántida. Tendrías que crear una para encontrarla, y eso alarga el trabajo casi hasta el infinito.

La segundo mentira concierne casi exclusivamente a nuestro Jacques Vaché: la forma que encontró él de perseguir la otra vida en esta es falaz, además de que ya estaba hecha. Y es que no fueron pocos, en el París del fin de siècle, los que enfocaron su vida de una forma original, subversiva, capaz de derribar a quienes se encontraran solo para salir de la estolidez y el conformismo generalizados. Estos terroristas del orden burgués (burgués no en el sentido histórico del término, burgués no en el sentido marxista del término, sino en el sentido baudeleriano del término) se llamaban Paul Verlaine, Alfred Jarry, Joris-Karl Huysmans, Robert de Montesquiou. Todos ellos dando tumbos por Montmartre con la mirada idiotizada del clochard, algunos amenazando a la gente, otros tratando de confundirla con absurdos eslóganes.

Vaché hizo eso: el gran Apollinaire, ese gran errante noctívago, el vigía melancólico, vio cómo un Vaché completamente ido irrumpía a gritos en el estreno de su obra Les mamelles de Tiresias armado con una pistola, vociferando que la obra -una de las más delirante fantasías de Apollinaire- resultaba inadmisible porque era demasiado "literaria". Entonces Breton, que estaba entre el público, se levantó de inmediato de su asiento, porque había reconocido en la figura del loco espontáneo a su viejo amigo del hospital. Breton consiguió calmarlo, aunque no por mucho tiempo.

Las locuras de Vaché son famosas en París. Semejantes a las del célebre poeta-boxeador Arthur Cravan, que se presentó a dar una conferencia desnudo, o a las del pintor Francis Picabia, que compró un auto de carreras, lo subió a la punta de una torre al sur de Francia que era de su propiedad, lo conectó a un brazo mecánico circular y que pasaba las tardes dando vueltas como un demente en su auto de carreras desde lo alto de la torre, admirando un paisaje indigerible e hiperactivo a vista de pájaro.

Pero su locura más importante, lo que más nos llama la atención de su vida, es su muerte. Fue una muerte medida, premeditada, pero no un suicidio, esa panacea vital de los vulgares. Murió con su hijo, en una habitación de hotel, por una sobredosis de opio. Estaba realizando la obra surrealista máxima: encontrar la verdadera vida, lo que equivale a dejar esta: la muerte. Tanta coherencia en un hombre tan desequilibrado no puede interpretarse sino como otro gesto provocativo más, pero esta ya más largo, casi eterno, como haciendo histórica su lucha contra la normalidad, contra lo establecido.

Lo que nos queda de él es el relato de su vida y sus cartas. Josep Palau i Fabre dijo en cierta ocasión que Antonin Artaud había inaugurado una forma de escribir nueva, no intelectual. Artaud practicó esa forma de escribir, pero en realidad el que la inauguró fue él, fue Vaché. He aquí, para quien quiera comprobarlo, el primer párrafo de una de sus cartas a Breton:

"Los siglos bola de nieve sólo se llevan, al rodar, pasitos de hombres. Cuando hemos conseguido hacernos un sitio al sol es solamente para asfixiarnos bajo una piel de animal. El fuego en el campo de invierno todo lo más sólo atrae a los lobos. No sabemos qué pensar del valor de los presentimientos, si esa redada en el cielo, las tormentas de que habla Baudelaire, revelan de tarde en tarde un ángel en la mirilla de la puerta."

No es difícil ver en sus textos lo que más tarde los surrealistas llamarían escritura automática y que tanto daría que hablar en todos los cenáculos europeos. Parece que un Joyce muy comedido lo hubiera escrito, parece que hubiera dejado a la suave brisa marina el velero de la sintaxis y este se hubiera mecido muy gratamente y se hubiera marchado a la deriva por mares que solo él comprendía o comprendió.

Establecíamos antes una comparación Sócrates-Vaché. Como el filósofo griego (aunque el ejemplo ofendería a un surrealista, pues ellos siempre prefirieron a Heráclito), nunca dejó obras escritas -sus cartas no pueden considerarse como tal, y están escritas de una forma tan radicalmente nueva que a veces resultan ininteligibles-, y su doctrina -si es que tuvo alguna, como no fuera la destrucción sistemática de todas las doctrinas- quedó en sus oyentes, en las personas que le rodeaban, en las que le escuchaban y convivían con él. Y, sobre todo, en Breton.

Puede decirse que Sócrates fue el más "puro" de los filósofos. Él fundó la filosofía, la llevó prácticamente hasta el final, y puede decirse que su muerte, ese acontecimiento funesto admirablemente cantado por Platón, fue también como ese "Fin de todo" de los campos magnéticos, la certeza de que los poderosos ajustician siempre al que menos lo merece o, por lo menos, al verdadero sabio. Puede decirse que Jacques Vaché creó por sí mismo el surrealismo, lo llevó a lo largo de su corta vida a su cumbre más alta y que el movimiento en sí se extinguió con él. Todo esto lo hizo inconscientemente además, sin saber lo que estaba haciendo, que es el mejor modo de hacer las cosas según los surrealistas. Desde este punto de vista podría decirse que lo que fue después no fue más que un intento de resurrección, un revival de Breton, Soupault, Aragon, Éluard y los suyos para imitar al genio que les precedía. Ellos lo sabían, y por eso inventaron esas extrañas mitologías sobre el Bosco y sobre Llull y sobre Böckin; el surrealismo no había sido una corriente subterránea que atravesara la historia y que ellos, con pasión arqueológica, hubieran sacado a la luz. El surrealismo fue, en sentido estricto, una vuelta a la vida de Jacques Vaché, un retorno a sus manías y a sus delirios. Pero un retorno lúcido las más de las veces, y eso hay que admitirlo también.

Hay una frase, que dijo Juan Abeleira, que define bien la lucha de un Rimbaud: "la poesía es aquello que se juega la vida". Nadie ha acuñado nunca una frase digna de Vaché o que pueda definirle correctamente. Ahora bien, si yo tuviera que elegir una apropiada, ninguna me lo parece más que esta de Gustave Flaubert:

"No leáis para entreteneros, como hacen los niños, ni leáis para instruiros, como hacen los ambiciosos. Leed para vivir."

La mayoría de los grandes poetas del siglo XX estuvieron metidos, si no de lleno, sí al menos hasta los tobillos en el surrealismo. Es el más importante de los ismos, tal vez del que más se pueda aprender -tal vez, también, el que resultó ser el más ingenuo.

La obra -la vida- de Jacques Vaché sirve para dar comienzo a la nueva literatura, la que atravesó todo el pasado siglo hasta dejarnos donde estamos ahora.

Para terminar, y así de paso dar pie al diálogo y a la discusión, me gustaría preguntar a los lectores cuáles son sus diez poetas preferidos (preferidas) del siglo XX. Todos los comentarios no serán solo estimados y agradecidos, sino que también serán diligentemente contestados, para poder ver si nuestros gustos coinciden como estoy seguro de que nuestras inclinaciones lo hacen.
                    

No hay comentarios:

Publicar un comentario