sábado, 26 de abril de 2014

Los 10 mejores poetas del siglo XX

(lista personal, subjetiva y transitoria) (sin orden ni concierto)

1. Federico García Lorca
2. Vicente Huidobro
3. Octavio Paz
4. Thomas Stearns Eliot
5. Ezra Pound
6. Dylan Thomas
7. Georg Trakl
8. Francis Ponge
9. Pedro Casariego Córdoba
10. Rainer Maria Rilke

(recordad: ni están todos los que son ni son todos los que están) (¿cambiaríais algún nombre? ¿estáis de acuerdo con la selección?)

viernes, 11 de abril de 2014

Comunicación sanguínea

Cuando era pequeño temía fuertemente a los mosquitos. El zumbido del mosquito me quitaba el sueño por las noches, retumbando terco en las paredes de mi mente infantil; después, al despertar, la marca roja sobre la piel me recordaba la pesadilla alada.

Pero compréndase: lo que más temía era el peso del mosquito. Me preguntaba constantemente si su presencia en un brazo o en el cuello se distinguiría con nitidez de la levedad del aire. Fácilmente volvías la cabeza y ahí estaba, vanidosamente posado, practicando su ritual beso de sangre.

Pero el tiempo pasa; aprendí a convivir con el mosquito. Ahora vivo rodeado de mosquitos, de esos corazones sin venas que revolotean. Ahora los pretendo. He tenido que enseñarme a compartir mi sangre, que antes guardaba celosamente. Sí, ahora comparto mi sangre, uno mis arterias a las de otros, oigo zumbidos en la noche alta pero no los discrimino de la música sacra del silencio... todo para que tú, mosquito hipócrita que me lees, puedas beber holgadamente de mi antigua sangre atormentada.

sábado, 1 de febrero de 2014

En contestación a Robert Frost

No encuadres con la falaz decisión el lienzo purísimo del destino irrevocable
ni empalices los gráciles bambúes al son de la melodía del tiempo predecible.

Viajero, miras a ambos caminos pero tu decisión ya está predicha.
La conoce el genio de las alturas últimas, el robador del fuego.

Verás que tal vez tu naturaleza te llame a escoger el camino menos populoso.
Y cuando lo atravieses pensarás en el que dejaste a un lado, en el otro.

Pero tú no te das cuenta de que el camino que sigues no es como el destino:
Fácilmente el tiempo y las circunstancias los erosionan y lo hacen voluble.

Un camino no excluye necesariamente al otro; para que el sabio erre tienen que rugir las multitudes;
un camino hace a otro camino.

Y entonces saldrás por la conocida vereda,
que será al mismo tiempo la errónea y la acertada,

y consentirás en respirar el aire más puro de la planicie,
amparado por el cielo eterno que cubre una fosa oscura en la que tal vez caigas.

Y así es como se encuentra y se abandona el camino, así es como se transita
de aquí a la eternidad, de aquí a la Nada.

lunes, 20 de enero de 2014

Los poemas

¿Adónde fueron los poemas que su autor tiró a la papelera,
adónde los imperfectos, los burdos, los profanos?
¿Esperan en el limbo su salvación o acaso han muerto ya
en el más bajo de los infiernos,
perdidos ya, inalcanzables para siempre,
para lo efímero como para lo eterno?
¿Qué suerte de salvación esperan esos poemas,
los que faltaban de música o de ritmo,
a los que el pie les fallaba,
los de muy refinada ejecución pero pobres por su audacia,
los satánicos, los herméticos, los ilegibles,
pura música o música pura?

¿A quién le ha sido dada la maldición del abrazo de la papelera,
el beso del fuego eterno, el único, el que no cesa,
el que consume los poemas que jamás serán leídos,
los bebés nacidos muertos,
los cadáveres de sí mismos, los de macabro nacimiento;
los deformes, los idiotas, los horribles, los abominables;
qué de ellos y de su vasta progenie?

Temo que continúen convirtiéndose en ceniza perpetuamente,
que nada les redima o impida su destino reciclado:
un televisor, un recipiente, un mechero, serán su suerte más previsible.

Hay un misterio incontrovertible:
un misterio que no admite solución lógica.
Lo dijo Lorca: Todas las cosas tienen su misterio,
y la poesía es el misterio que tienen todas las cosas.
Ese misterio, siempre lo he creído,
nace en la infancia y queda anclado en la adolescencia.

Porque, de niños, todos hacemos preguntas embarazosas
a nuestros padres y amigos;
de dónde vienen los niños, de dónde los sueños;
qué es dios, adónde se fue el amor.
Cuando niño, yo sólo hacía una pregunta, siempre la misma:
¿de donde vienen los poemas?
La respuesta también era siempre la misma:
yo no sé de dónde vienen los poemas, pero están todos, juntos, ahí, en la papelera.

miércoles, 15 de enero de 2014

Lunatando el urulario




Ignoro el momento preciso o la posición concreta de mi cuerpo; puede que el sudor que me envolvía al despertar o mi natural torpeza al moverme consiguieran que mi cuerpo no lograra levantarse de la cama. De todas formas, acometí la difícil tarea aferrándome a uno de los extremos del armario contiguo, atestado de libros que he ido amontonando ahí desde mi primera infancia.
Esta vez el sueño no había sido terrorífico, sino inquietante; una docena de bestias sin nombre, una persecución acaso de noche o tal vez de día; una opaca conversación a la luz de una vela que al fin descubrí estrella; una persistente locura e incoherencia en mis movimientos que me arrastraba irrefrenablemente hacia la más absoluta inadecuación de mis actos. Esta vez, por tanto, no fue la situación, aquello que vi en mi fantasía, tanto como lo que oí en ella.
“Urulario” es una palabra especiosa, casi circular. En un principio pensé que nunca antes había llegado a mis oídos; una vez recompuesto y habiendo tomado una aspirina, comprendí que no me era ajena. Desde luego que la había oído, leído tal vez, en alguna parte, con toda probabilidad en una de mis laberínticas lecturas. No sería la primera vez que algo así me ocurre; sencillamente recuerdo cosas repentinamente y trato en vano de buscar el libro o el lugar en las que me fue dado conocerlas. Una vez que la búsqueda infructuosa me ha hastiado o que el hecho en cuestión ha perdido su interés, entonces recuerdo súbitamente dónde se hallaba la palabra.
Mas no hubo suerte aquella vez. Inútil resultó buscarlo a lo largo y ancho de mi ingente biblioteca, ni siquiera los muchos volúmenes que me han sido prestados durante los años, releídos y escrutados nuevamente, sirvieron para despejar la nueva duda. El diccionario ignoraba abiertamente la palabra; ninguno de los que tengo, ni la exhaustiva enciclopedia Larousse, ni la de Meyer, ni siquiera un volumen antiguo y burdamente traducido de la de Diderot fue capaz de resolver el origen o significado de la imposible palabra “urulario”
La sola posibilidad de que urulario me fuera desconocido alimentaba en mi ser un abismo que se hacía más profundo por minutos. La ignorancia es algo malo, eso se da por sabido, pero sobre todo es algo irritante, y mucho más cuando uno se ve imposibilitado a escapar de ella. Entonces le coge a uno, se le aferra, por así decirlo y, y… ¿cómo describir, en fin, aquello para lo que no hay palabras, o aquello para lo que sí las hay, pero ocultas para nosotros? Recuerdo haber pensado en ese momento que uruluario bien podía ser una de aquellas palabras.
¿Estaría yo rodeado de urularios en ese momento sin saberlo? ¿Podría apresar la mente humana siquiera un partícula del sentido de ese concepto? Pero ¿era un concepto? ¿O podría alguna vez palpar un urulario? ¿Me sería dado conocer su rugosidad con las manos, su color mediate mis cansados y miopes ojos? ¿Es que alguna vez mi sobrepasado intelecto acertaría a definir con precisión el urulario? ¿Se trataría de una parte trivial dentro de un vasto sistema filosófico que mi inteligencia no lograría rebasar jamás? ¿Era yo un urulario muy en el fondo? ¿Lo había visto alguna vez pasando por la acera junto a mí y lo había mirado distraídamente sin saber que me hallaba ante uno? ¿Podía pasarme que el urulario condicionara mi vida o que no tuviera nada que ver con ella? ¿Se habría formado en algún segundo posterior a la eclosión del universo y se habría desintegrado momentos después para no dejar rastros? ¿Sería urulario mi piso, sería urulario mi vida, sería urulario el mundo y cuanto vive en él sin excepción? ¿Era algo real, algo numérico, como un objeto, o algo humano, como un sentimiento, o algo cabal y simple, como la luz del sol, o algo desmesurado y onírico como los demonios o el amor?
Oponiendo armas, rindiéndome con casi excesiva facilidad, levanté la tapa del portátil e introduje la palabra imaginaria. Nadie sabía nada de su existencia, la palabra le era anónima también al ancho mundo informático. Con el mareo de vuelta en mi mente, sin haber comido, reparé en un último diccionario que aguardaba una revisión. El desacreditado volumen de la Real Academia que hace años que permanece intacto, siempre alegando que el María Moliner es mucho más completo… en fin, huelga decir que este último intento a la desesperada fue tan infructuoso como todos los demás. Traté de no perder la cordura. Tal palabra me había sido revelada en un sueño carente de sentido, en una conversación con un ser quimérico, pero ¿y si la palabra era cierta? Porque ¿de dónde la había podido sacar mi inconsciente si no era de una lectura consciente?
Ido, perseguido por mí mismo, sin hallar respuesta alguna a mi alrededor, acometí de nuevo la revisión de cada diccionario. Encontré multitud de artículos sobre el urunday, que sobrepasa con frecuencia los veinte metros de altura, y también una amplia disertación sobre el urutaú, cuyo canto en forma de carcajada estridente aún es considerado signo de mal agüero por los nativos del Paraguay. Nada, en cambio, se decía de mi urulario.
Intentando verlo desde otra luz, me propuse la descomposición de la palabra. Acaso el sufijo “ario” designara una profesión, como tiene por costumbre. O acaso adjetivara un sustantivo, como también es su cometido. Pero aquello no era convincente, pues el lexema “urul” resultaba inasible desde cualquier punto de vista. Perdida toda confianza en mí mismo y en mi abatida memoria, decidí pedirle consejo a un amigo. Tal vía de escape fue sencilla de poner en práctica. Por fortuna, B. se hallaba en casa aquel día por la mañana y cogió mi llamada inmediatamente.
Le expuse la cuestión que me ocupaba, sin decirle nada de la procedencia onírica de la palabra, sencillamente interrogándole por el significado.
–Urulario… –me dijo, pensativo. Y se pasó así un buen rato, repitiendo la palabra, descomponiéndola–. Urulario… Uru-lario. Uru… No me suena.
Le expliqué mi sorpresa al encontrar una palabra que probablemente sobresaliera de la existencia común de las palabras; pronto le confesé que mi sorpresa era más bien temor.
–No te preocupes jamás por una palabra –me dijo amablemente–. Conozco a la persona que necesitas. Es un hombre muy extraño, viejo y sumamente culto, que vive solo en su casa, rodeado de libros. Conoce todas las palabras y todas sus combinaciones posibles. Sería capaz de erigir por sí mismo todos los idiomas posibles. Él es tu hombre.
Me dio la dirección del sabio y me deseó suerte en mi búsqueda. Sin saber qué pensar de todo aquello, apunté el nombre y el número rápidamente y acto seguido me monté en el coche para dirigirme a la casa del sabio.
Se trataba de un barrio residencial algo desfasado pero tampoco feo, situado a las afueras de la ciudad. El ocasional ladrido de un perro confería al paisaje vallado una atmósfera casi mortuoria.
Llamé a la puerta dos veces. Una voz, indefinible por su aspereza, me ordenó que pasara adentro. Entré sin hacer ruido –sólo entonces advertí que la puerta estaba abierta– y me encontré en una habitación sumida en la penumbra, tan solo iluminada por el tenue parpadear de una vela que un hombre viejo y arrugado acababa de encender desde su asiento en el suelo. Interpretaba un texto imposible de descifrar para mí y emitía sonidos guturales a cada frase. Una vez terminada aquella operación de lectura, abrió los ojos, que misteriosamente había mantenido cerrados hasta entonces.
–Estoy buscando el significado de una palabra –le expliqué.
Él asintió sin prisa. Volvió a cerrar los ojos.
–Me han dicho que usted conoce todas las palabras.
–Lo sé –dijo con renovada aspereza–. Lo sé todo. Es cierto que conozco todas las palabras y todas las maneras posibles de ordenarlas.
–¿Cómo es posible que las conozca todas?
–Porque he pasado toda mi vida leyendo y he logrado interpretar todos los textos que ha legado el hombre.
Puse cara de verdadera incredulidad ante aquel acto de prepotencia.
–¿Ha leído usted todos los libros que existen?
–Todos y cada uno. En mi caso, toda lectura es un acto de relectura. La vida que me queda, la que me resta después de haberlo leído todo, es únicamente un reflejo de mis lecturas. El universo quiere parecerse todo lo posible a los libros y yo los conozco todos, de forma que abarco el universo con mi mente y conozco cada lengua, incluso las que son secretas, incluso las que sólo una persona sabe. Esa persona, en la mayoría de los casos, soy yo.
–¿De veras ha podido tener tiempo de leerlo todo?
–El tiempo también es parte de lo que he leído. Cada cosa que te ha pasado, cada cosa me va a pasar, esta misma visita que me haces hoy, yo ya la he sabido antes. Por eso lo conozco todo.
–¿Sabe, entonces, el significado de la palabra “urulario”?
–Desde luego que conozco urulario –me contestó con firmeza.
–No puede ser que conozca urulario. Es una palabra que oí en un sueño, es una palabra que no existe.
–Conozco todas las palabras, y eso incluye las que existen y las que no. Urulario existe y tú la conoces aunque su significado te es desconocido aún.
Hubo unos minutos de silencio, en los que él abrió los ojos para volverlos a cerrar de inmediato. Aterrorizado por todo aquello, pregunté:
–¿Qué significa urulario?
–Urulario es una palabra que no significa nada. Urulario es, como todas las demás, nada más que una palabra, una palabra vacía, una palabra hueca, como todas las palabras, en realidad. El significado no le es consustancial. Urulario no significa lo que pretende significar, ni tampoco es inexistente. Urulario es, en definitiva, nada más que una llamada de atención, un recordatorio de que las palabras no significan nada y de que tú eres quien les confiere el significado. El sentido está dentro de nosotros.
Aquello me había dejado literalmente sin palabras. Le di reiteradamente las gracias al viejo hombre, que no abrió los ojos en la despedida. Probablemente me estuviera viendo, desde algún nivel ajeno a mi comprensión, aunque teniendo cerrados los ojos. Abandoné silenciosamente la estancia, sintiéndome invadido por una recóndita ola de calor que quizá el entendimiento de lo novedoso únicamente sepa propiciar.
Salí a la calle con una extraña sensación, un cruce de admiración y descontento. Yo no podía creer, como había dicho el viejo sabio, que las palabras estuvieran “vacías”. Y, sin embargo, esa palabra, ese urulario… parecía la refutación de todas mis cavilaciones sobre el lenguaje.
Solo una vez metido en el coche y a mitad de camino de mi casa pude recordar, tan rápidamente como me la había sido revelada, que la palabra urulario estaba en alguna parte de mi biblioteca, en uno de los experimentos lingüísticos de Vicente Huidobro; Altazor, Canto VII, verso sexto. 

sábado, 4 de enero de 2014

Un ángel en la mirilla de la puerta

La oscuridad de la noche me dio ojos negros,
y yo los utilizo para buscar la luz. (Gu Cheng)

De entre todos aquellos visionarios, profetas, clarividentes, iluminados, hierofantes y mistagogos que ocupan las apretadas páginas de la Historia de la Poesía, dos en particular merecen nuestra atención: el que se convirtió en vidente renunciando a esta vida para buscar otra más elevada y el que buscó esa otra existencia pero sin salir en ningún momento de esta.

El primero se llamaba Jean-Nicholas Arthur Rimbaud; el segundo, Jacques Vaché. Del poeta de Charleville no es necesario extenderse, y mucho menos dedicarle un artículo al completo: de una manera u otra siempre estamos hablando de él. Sí merece, en cambio, que a Jacques Vaché le sea dedicada toda una exégesis. Exégesis metafísica, podría decirse, puesto que todo estudio exhaustivo de una obra presupone la existencia previa de la obra, y este no es el caso.

Por muchas razones, al genio Jacques Vaché corresponde relacionarme con otra figura no menos metafísica y en muchos sentidos opuesta: la de Sócrates. Opuesta, es cierto, pero paralela por imposible que parezca.

Como el filósofo griego, Vaché fue el iniciador de toda una corriente de pensamiento (paradójicamente opuesta a la suya) y, para nuestra desdicha, no dejó una obra escrita. Lo único que dejó fueron cartas, feroces algunas, lúcidas la mayoría, pero que no sirven en absoluto para esclarecer el misterio de lo que este hombre singular tenía en la cabeza. Muy pocos o tal vez solo los más selectos conocen su vida, su mayor creación. Algunos pocos aficionados a las rarezas literarias lo recordarán acaso por ser el nombre que aparece en la dedicatoria de "Los campos magnéticos", esa obra cumbre del surrealismo que termina con estas tres firmes palabras: Fin de todo. Según Louis Aragón, decir esto también equivaldría a decir "principio de todo", puesto que todo fin incluye y supone un inicio.


Este era el hombre del que estamos hablando. Un genio, un loco, un perturbado, un poeta, quién sabe, pero ante todo el tipo de persona que nos interesa en este blog: alguien que no se conformaba, alguien que atacó las bases de la sociedad burguesa aun a riesgo de ser expulsado de las élites, un hombre cuya historia está muy ligada a otro, cuya historia también tendrá cabida en estas páginas.

A princpios de la Primera Guerra Mundial, un joven André Breton trabajaba en un hospital francés que trataba a los heridos de guerra. Breton estaba allí trabajando como enfermero (André Breton había estudiado medicina, cosa que hoy día sigue causando perplejidad entre sus lectores). En ese hospital puede decirse que surgió el surrealismo, la vanguardia histórica más importante o, por lo menos, la más influyente.

Dos fueron los pacientes de aquel hospital que más admiraron al joven Breton: un hombre, que había sido internado con neurosis de guerra y que había perdido la cabeza por los horrores de la batalla. Este hombre había desarrollado en su cabeza la paranoia de que aquella guerra no era más que un gran juego, que todo era de mentiras y que los cadáveres eran muñecos dispuestos por los participantes. Este hombre vagó durante mucho tiempo por las trincheras, los militares ni siquiera trataban de dispararlo. Pronto lo trasladaron al hospital en que trabajaba Breton, y allí fue donde conoció su historia y la de tantos como él, que habían perdido la cabeza debido a la guerra. Esta forma de inventar un mundo y de ser infinitamente coherente con él, aun despojando al usual de sus credenciales, inspiró profundamente a Breton, y tal vez ahí pueda señalarse el germen de lo que luego sería la teoría del surrealismo, ese "automatismo psíquico puro", como él mismo lo describiría en 1924.

Pero si ese fue el origen de la teoría surrealista, la práctica surrealista tuvo otro artífice bien distinto: Jacques Vaché. Cuando este hombre extraordinario ingresó en el hospital bajo el cuidado de Breton, no lo hizo porque hubiera perdido la cabeza o desvariara: su cabeza funcionaba muy bien; mucho mejor, de hecho, que la de la mayoría de los mortales. El curioso carácter de Vaché fascinó desde un principio a Breton. Vaché pasó allí una temporada, hasta que se curó su pierna herida en la guerra. Pero, mientras tanto, Breton aprendió de su raro instinto todo lo que después la aventura surrealista habría de poner el juego. Vaché tenía un cínico sentido del humor, era sombrío y nihilista, pero era infinitamente lúcido, extrañamente brillante: sus ideas impactaron enormemente a un Breton que aun no sabía nada de poetas y de esa otra vida de la que hablaba Rimbaud.

La divergencia principal, según se suele decir, es que esa verdadera vida de la que hablaba Rimbaud, él la consiguió de un modo muy distinto a como lo hizo -trató de hacerlo, no nos engañemos- el poeta de Charleville. Rimbaud se evadió, se fugó, marchó de esta vida en busca de la otra; Vaché se quedó, pero se quedó de una forma tan perversa y genial que puede decirse que halló la otra vida en esta.

Eso es lo que se suele decir. Aquí están las mentiras: ninguno de los dos consiguió, para empezar, llegar a esa "verdadera vida". Para intentarlo, primero hay que concretar qué es exactamente esa "verdadera vida" de la que hablaba Rimbaud. La vida de los genios, de los poetas, de los que no están picados por el mosquito de la convención, de la sociedad, de la civilización; de acuerdo, hasta ahí sí... ¿pero qué más? ¿Cómo puede concretarse la búsqueda de algo que nadie ha encontrado jamás? Es análogo al poetizar mismo: se busca algo (la verdad, la emoción, la belleza, yo qué sé), pero se va creando a la medida que se busca, puesto que es desde el principio una búsqueda sin final, como quien intenta encontrar el Santo Graal, o la Atlántida. Tendrías que crear una para encontrarla, y eso alarga el trabajo casi hasta el infinito.

La segundo mentira concierne casi exclusivamente a nuestro Jacques Vaché: la forma que encontró él de perseguir la otra vida en esta es falaz, además de que ya estaba hecha. Y es que no fueron pocos, en el París del fin de siècle, los que enfocaron su vida de una forma original, subversiva, capaz de derribar a quienes se encontraran solo para salir de la estolidez y el conformismo generalizados. Estos terroristas del orden burgués (burgués no en el sentido histórico del término, burgués no en el sentido marxista del término, sino en el sentido baudeleriano del término) se llamaban Paul Verlaine, Alfred Jarry, Joris-Karl Huysmans, Robert de Montesquiou. Todos ellos dando tumbos por Montmartre con la mirada idiotizada del clochard, algunos amenazando a la gente, otros tratando de confundirla con absurdos eslóganes.

Vaché hizo eso: el gran Apollinaire, ese gran errante noctívago, el vigía melancólico, vio cómo un Vaché completamente ido irrumpía a gritos en el estreno de su obra Les mamelles de Tiresias armado con una pistola, vociferando que la obra -una de las más delirante fantasías de Apollinaire- resultaba inadmisible porque era demasiado "literaria". Entonces Breton, que estaba entre el público, se levantó de inmediato de su asiento, porque había reconocido en la figura del loco espontáneo a su viejo amigo del hospital. Breton consiguió calmarlo, aunque no por mucho tiempo.

Las locuras de Vaché son famosas en París. Semejantes a las del célebre poeta-boxeador Arthur Cravan, que se presentó a dar una conferencia desnudo, o a las del pintor Francis Picabia, que compró un auto de carreras, lo subió a la punta de una torre al sur de Francia que era de su propiedad, lo conectó a un brazo mecánico circular y que pasaba las tardes dando vueltas como un demente en su auto de carreras desde lo alto de la torre, admirando un paisaje indigerible e hiperactivo a vista de pájaro.

Pero su locura más importante, lo que más nos llama la atención de su vida, es su muerte. Fue una muerte medida, premeditada, pero no un suicidio, esa panacea vital de los vulgares. Murió con su hijo, en una habitación de hotel, por una sobredosis de opio. Estaba realizando la obra surrealista máxima: encontrar la verdadera vida, lo que equivale a dejar esta: la muerte. Tanta coherencia en un hombre tan desequilibrado no puede interpretarse sino como otro gesto provocativo más, pero esta ya más largo, casi eterno, como haciendo histórica su lucha contra la normalidad, contra lo establecido.

Lo que nos queda de él es el relato de su vida y sus cartas. Josep Palau i Fabre dijo en cierta ocasión que Antonin Artaud había inaugurado una forma de escribir nueva, no intelectual. Artaud practicó esa forma de escribir, pero en realidad el que la inauguró fue él, fue Vaché. He aquí, para quien quiera comprobarlo, el primer párrafo de una de sus cartas a Breton:

"Los siglos bola de nieve sólo se llevan, al rodar, pasitos de hombres. Cuando hemos conseguido hacernos un sitio al sol es solamente para asfixiarnos bajo una piel de animal. El fuego en el campo de invierno todo lo más sólo atrae a los lobos. No sabemos qué pensar del valor de los presentimientos, si esa redada en el cielo, las tormentas de que habla Baudelaire, revelan de tarde en tarde un ángel en la mirilla de la puerta."

No es difícil ver en sus textos lo que más tarde los surrealistas llamarían escritura automática y que tanto daría que hablar en todos los cenáculos europeos. Parece que un Joyce muy comedido lo hubiera escrito, parece que hubiera dejado a la suave brisa marina el velero de la sintaxis y este se hubiera mecido muy gratamente y se hubiera marchado a la deriva por mares que solo él comprendía o comprendió.

Establecíamos antes una comparación Sócrates-Vaché. Como el filósofo griego (aunque el ejemplo ofendería a un surrealista, pues ellos siempre prefirieron a Heráclito), nunca dejó obras escritas -sus cartas no pueden considerarse como tal, y están escritas de una forma tan radicalmente nueva que a veces resultan ininteligibles-, y su doctrina -si es que tuvo alguna, como no fuera la destrucción sistemática de todas las doctrinas- quedó en sus oyentes, en las personas que le rodeaban, en las que le escuchaban y convivían con él. Y, sobre todo, en Breton.

Puede decirse que Sócrates fue el más "puro" de los filósofos. Él fundó la filosofía, la llevó prácticamente hasta el final, y puede decirse que su muerte, ese acontecimiento funesto admirablemente cantado por Platón, fue también como ese "Fin de todo" de los campos magnéticos, la certeza de que los poderosos ajustician siempre al que menos lo merece o, por lo menos, al verdadero sabio. Puede decirse que Jacques Vaché creó por sí mismo el surrealismo, lo llevó a lo largo de su corta vida a su cumbre más alta y que el movimiento en sí se extinguió con él. Todo esto lo hizo inconscientemente además, sin saber lo que estaba haciendo, que es el mejor modo de hacer las cosas según los surrealistas. Desde este punto de vista podría decirse que lo que fue después no fue más que un intento de resurrección, un revival de Breton, Soupault, Aragon, Éluard y los suyos para imitar al genio que les precedía. Ellos lo sabían, y por eso inventaron esas extrañas mitologías sobre el Bosco y sobre Llull y sobre Böckin; el surrealismo no había sido una corriente subterránea que atravesara la historia y que ellos, con pasión arqueológica, hubieran sacado a la luz. El surrealismo fue, en sentido estricto, una vuelta a la vida de Jacques Vaché, un retorno a sus manías y a sus delirios. Pero un retorno lúcido las más de las veces, y eso hay que admitirlo también.

Hay una frase, que dijo Juan Abeleira, que define bien la lucha de un Rimbaud: "la poesía es aquello que se juega la vida". Nadie ha acuñado nunca una frase digna de Vaché o que pueda definirle correctamente. Ahora bien, si yo tuviera que elegir una apropiada, ninguna me lo parece más que esta de Gustave Flaubert:

"No leáis para entreteneros, como hacen los niños, ni leáis para instruiros, como hacen los ambiciosos. Leed para vivir."

La mayoría de los grandes poetas del siglo XX estuvieron metidos, si no de lleno, sí al menos hasta los tobillos en el surrealismo. Es el más importante de los ismos, tal vez del que más se pueda aprender -tal vez, también, el que resultó ser el más ingenuo.

La obra -la vida- de Jacques Vaché sirve para dar comienzo a la nueva literatura, la que atravesó todo el pasado siglo hasta dejarnos donde estamos ahora.

Para terminar, y así de paso dar pie al diálogo y a la discusión, me gustaría preguntar a los lectores cuáles son sus diez poetas preferidos (preferidas) del siglo XX. Todos los comentarios no serán solo estimados y agradecidos, sino que también serán diligentemente contestados, para poder ver si nuestros gustos coinciden como estoy seguro de que nuestras inclinaciones lo hacen.
                    

jueves, 2 de enero de 2014

Los ríos de la noche

Ahora bien:

¿Por qué precisamente La Clepsidra De Aire?

Es una pregunta natural para todo aquel que no esté relacionado con los placeres de la horología o que ignore con plenitud la vida de los antiguos egipcios y griegos.

La primera pregunta que cabe hacerse es la siguiente: ¿Qué es una clepsidra?

Respuesta: Clepsidra proviene del vocablo latino clepsydra, que a su vez deriva del griego klepsydra, compuesta de hydro (agua) y klepto (yo robo). Se trata de un sistema para medir el transcurso del tiempo que se vale del paso de un fluido (convencionalmente agua) de un recipiente a otro.

Sabiendo esto, ya le vienen al lector nuevas preguntas a la cabeza. Como por ejemplo: ¿Por qué precisamente de aire? Esta es ya más compleja, y está directamente ligada a lo que este nuevo artículo tiene por objeto: la revisión y el estudio metódicos de todo cuanto tiene que ver con las clepsidras, su uso y su funcionamiento. No se alerte el lector demasiado pronto: no es este un panfleto publicitario ni un artículo de divulgación científica. Muy al contrario: nuestro propósito es artístico, humanístico y literario.

Cabe indagar aún más sobre la naturaleza de estos objetos: ¿Por qué las utilizaron los egipcios, por qué eligieron precisamente el agua, por qué inventar ese sistema en lugar de contar los segundos uno por uno? En primer lugar, por comodidad. Por muchos empleados que tuviera el faraón a sus órdenes, difícilmente ninguno de ellos hubiera estado dispuesto, aunque se le prometiera la vida eterna, aunque se le asegurara que conocer íntimamente el tiempo suponía correr, siquiera parcialmente, el tupido velo de Isis, a pasar los días y las noches en vela entregado al monótono quehacer de contar rigurosamente los segundos. Además de que el ser humano es falible y despistado; el vuelo de una mosca, el ruido de un niño en la calle, la visión de una mujer hubiera valido para perder la cuenta y con ello el favor de un Tutankamón.

Sin embargo, es sabido que los egipcios tenían los relojes de sol. Pero se equivocan los tecnócratas al decirnos que el sol es un recurso inextinguible, infinito; más valiera decir que es inconstante y, si no, ahí está la noche para demostrarlo. El reloj de sol deja de ser efectivo por las noches, y un reloj de luna se supone impracticable. ¿Qué nos queda, entonces, si no es la fiel, la diligente clepsidra? El reloj de agua es por tanto, ahora ya podemos decirlo, el reloj de la noche, el mecanismo encargado de medir ese tiempo ilusorio y falaz que transcurre mientras estamos dormidos.

¿Qué ocurre verdaderamente cada noche, cuando nos metemos en nuestras mullidas camas y cerramos los ojos, dispuestos, como corresponde a todo hombre cansado por la oficina o las clases, a olvidarse de todo y conciliar pacíficamente el esquivo sueño? ¿Es que pasa el tiempo mientras dormimos o no pasa en absoluto? ¿Cuántas veces no nos habremos despertado con la sensación -porque es sensación, verdad, no es certeza- de que apenas han pasado unos segundos, casi un suspiro, desde que nos dormimos? ¿Y cuántas veces, por otro lado, habremos despertado con una amnesia temporal que nos traiciona, revolcándonos salvajemente en la cama por la impotencia de no poder recordar dónde estamos, qué hacemos ahí, qué hora es o cuánto tiempo ha transcurrido?

De modo que a los antiguos les fue dado el conocimiento de la clepsidra, ese objeto que nos dice, con aparente puntualidad matemática que el tiempo aún así sigue pasando, que ya podemos dormir tranquilos porque el mundo no va a dejar de girar por mucho que soñemos o nos desentendamos. Ahí tenemos, por tanto, el primer punto de interés: clepsidra, reloj de la noche.

Sin embargo, todavía queda algo esencial: si no sentimos el tiempo por las noches, mientras dormimos, entonces ¿qué pasa con ese tiempo? ¿Adónde se ve, en qué lugar se almacena? Se entiende que la clepsidra la forman dos recipientes iguales, y de agua, que corre de uno a otro en un hilo finísimo pero constantemente. La medición del agua en el segundo recipiente es la que presumiblemente indica el tiempo exacto transcurrido. La etimología de la propia palabra lo deja muy claro: hydro (agua) y klepto (yo robo). La idea es que el recipiente inferior roba el agua (la arena en algunos casos) del superior.

Hallamos en ese caso a un egipcio que se levanta un día por la mañana y quiere saber qué hora es. El resultado que obtiene es una tinaja llena de agua. Pero ese agua, ¿qué resulta ser? Tiempo transcurrido, tiempo muerto, las horas de la noche pasada, eso resulta ser el agua de la tinaja. El egipcio incluso podría bañarse en ese tiempo fósil, en ese tiempo no vivido porque preferimos dormirlo, porque el otro tiempo, el que verdaderamente vivimos, el que mide el sol y bajo el cual nos medimos nosotros, nos cansa demasiado como para aguantarlo mucho rato.

Aclarado esto, nos falta aún la explicación que veníamos anunciando desde el principio: ¿Por qué precisamente La Clepsidra De Aire? Tal y como hemos visto, estos artilugios utilizan el agua y, en menor medida, la arena para funcionar. ¿Qué sentido tiene entonces el excéntrico título de nuestro blog? El título La Clepsidra De Aire puede hacer referencia a tres cosas muy distintas. A saber:

1. A una clepsidra convencional, sólo que con aire en lugar de agua o arena.

2. A una clepsidra de funcionamiento inverso, puesto que mientras el recipiente inferior se llena con agua el superior se vacía o, mejor dicho, se llena con aire (es decir, tiempo en espera).

3. A una clepsidra normal y corriente, con agua o arena, solo que hecha de aire.

De todas, la tercera es la más intangible, la más surrealista, la más inasible por la lógica o por la convención. Se trata de dos recipientes de aire, es decir, invisibles, por los que el agua fluye lentamente. Es análoga a la imagen de Novalis del océano en el cielo: agua flotando, agua en ninguna parte, ríos voladores, tiempo suspenso, el tiempo colgado en el aire.

La más original -la más valiosa- puede que sea la segunda: hay que concretar qué es exactamente ese "aire" del que se llena el recipiente que se vacía de agua (cuyo tiempo se agota). Cuando el tiempo pasa, ¿qué es lo que ha quedado? Es el pasado: el aire es el pasado, y ese será uno de los grandes temas de este blog, de las publicaciones de este blog. El pasado como aire, invisible e inhumano, pero aire al fin y al cabo, agua que no es, agua que ha sido, agua ya sida, tiempo en espera.

La primera es abiertamente imposible. En la definición de clepsidra no he creído necesario especificar que el primer recipiente con agua tiene que estar a un nivel superior del segundo recipiente, el del tiempo futuro. Y es que es impensable lo contrario, puesto que el agua no podría transitar de una vasija inferior a una superior. Si excluyéramos el agua en favor de el aire, esta lógica quedaría destruida. El aire no solamente podría transitar de abajo arriba, del tiempo futuro al tiempo pasado, de la vasija inferior a la superior, sino que podría hacer caminos inversos todas las veces que quisiera, podría quedarse parado, podría escapar por la habitación y perderse...

En fin, es la forma más huidiza del tiempo, la que algunos idealistas mantienen, el tiempo-aire, el agua-aire, todo lo vaporoso flotando por los cielos. Desde este punto de vista, el río que Heráclito imaginaba como metáfora del tiempo y del cambio -siempre igual, pero siempre diferente-, podría ser cambiada radicalmente. Más que un río, podría hablarse de un torrente. Y más valdría decir lodazal, marisma, cascada horizontal, puesto que el agua iría hacia adelante y hacia atrás con una libertad inusitada, desafiando mismamente las leyes de la física. Este río nos parece, desde nuestra visión algo provinciana, abiertamente impracticable. Sin embargo, no han faltado en la historia inventores o diseñadores que hayan intentado estos modelos aparentemente absurdos o directamente imposibles.


He aquí un célebre ejemplo de clepsidra moderna: la llevada a cabo por el científico francés Bernard Gitton, una de las más grandes del mundo. El sistema de tubería, como se podrá observar, es infinitamente complejo y, su uso, teniendo en cuenta los modernos relojes mecánicos, digitales, y las alarmas despertador de los móviles inteligentes, completamente nulo. Tenemos, por tanto, un ejemplo perfecto de lo absolutamente inútil llevado al terreno de la megalomanía: un objeto esencialmente patafísico.

Nos contentamos entonces con esta visión de las clepsidras, objetos a veces ridículos, inservibles, arcaicos, y las más de las veces, afectados por una fuerte metafísica. ¿Qué decir, en cambio, de los otros relojes, de los mecanizados, de los informatizados, de los exactos y los matemáticos relojes que maneja la gente? Lo único que nos queda es oponernos totalmente a ellos: su uso no es garantía de fidelidad y mucho menos de puntualidad. Con una clepsidra, basta con echar algo más de agua en la vasija superior para ganar un poco de tiempo, o de quitar una pequeña cucharada para eliminar algún recuerdo traumático. El tiempo lineal y absoluto que la tradición racionalista nos ha legado es la mayor falacia que fluye entre nosotros, y consentimos ciegamente en sumergirnos en ella todos los días, desde la primera hora de la mañana, cuando estiramos un brazo y apagamos el reloj despertador.

Es necesario volver al modelo-clepsidra, porque es el único que admite un tiempo flexible y no el tiempo dictatorial que manejamos en Occidente. Los relojes modernos no asumen la posibilidad del tiempo-aire, del agua-aire, sino que nos subordinan a ese flujo eterno que amenaza con no terminar jamás. 

Tal vez la mejor forma de dejar de contaminar los ríos, ese obsoleto objeto ecologista, sea destruirlos, sea cambiarlos por sutiles tubos interconectados que midan con una fidelidad extrema y rigurosa el transcurso de las horas, de los años, de la vida.

"Arthur Cravan: ¿Por dónde vamos con el tiempo, señor Gide?
André Gide (Mirando el reloj): Las seis y cuarto."